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Hija de la Luna

relatos

[sin título]

Se despertó por un portazo en algún lugar de la casa. Adormilada, se levantó dispuesta a pedir una buena razón o a explotar en la ira de quien ha sido importunado en un buen sueño, pero ninguna de las dos cosas hizo, pues allí no había nadie. Maldiciendo mentalmente a Eolo y sus corrientes, volvió a la ama preguntándose entre sus despotricaciones mentales si aquel encantador rincón de felicidad estaría aún aguardándola en sus sueños; pero no puedo volver allí, el momento había pasado y era de los que no esperan. Molesta, empezó a dar vueltas mientras pensaba en todo lo que haría la mañana siguiente, pero no pudo meditar sobre su futuro a corto plazo mucho más, pues en el inmediato las puertas de la casa se estaban rebelando y se dedicaban a protestar abriéndose y cerrándose con todo el ruido posible. Se levantó de nuevo, aseguró todas las manillas con sillas y volvió una vez más a la habitación, recordando las viejas historias de duendes que le contaban en la infancia y riéndose de sus ideas descabelladas. De repente, una mano fría tocó su hombro, pero a su espalda sólo estaba el buró, que podía ser tocado pero no tocar. Estoy delirando, pensó, y se rió de nuevo, mientras un temor le destrozaba las entrañas. Se acostó sólo para intentar olvidar la locura que la rodeaba. Entonces, sintió un frío terrible en los huesos, y unos labios aún más congelados que su osamenta rozaron los suyos. El miedo la superó, comenzó a gritar, cogió el bolso y las llaves del coche y salió a la carrera. Condujo sin rumbo hasta que la noche dejó paso a la luz del amanecer, y entonces se rió una vez más de sí misma. Se metió por dirección prohibida para llegar antes a casa, que era lo único que deseaba. Cuando entró, la normalidad reinaba, así que fue hasta su habitación. Ya no tenía tiempo para dormir ni nervios para intentarlo, pero sí podía darse una ducha y tomarse un café. Al llegar al dormitorio, un sentimiento indefinible se fundió a otro que sí reconocía, el terror. En el espejo, con su pintalabios, había tres palabras escritas en color sangre: aún te quiero.

Ese día no fue a trabajar. Tomó el desvió a las afueras, entró en el viejo cementerio y depositó unas rosas blancas y un buen puñado de lágrimas sobre una tumba gris. Muchas gracias, le susurró una boca fría de voz dulcemente aliviada al oído. Ahora ella sabía que él tendría paz.

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- Rojo. Ámbar. Verde. Aceleran, él también lo hace, demasiado deprisa para mi gusto, demasiado lento para el suyo. Tuerce a la izquierda, y ocurre entonces. Nunca entenderé porqué aparcan en doble fila. No lo ve. Ocurre. La inercia me empuja hacia delante, a él también. Lo último que recuerdo es pensar que él no llevaba el cinturón. No recuerdo más, no sé nada más. Por favor, díganme ya dónde está.

Todos han torcido la cara, no se atreven aún a contestar, pero no hace falta, ella ya adivinado la respuesta. En realidad, sólo ha sido la confirmación de algo que ya intuía, y ahora que ya lo sabe con certeza, ni siquiera tiene fuerzas para gritar, o para llorar, sólo para cerrar los ojos y rogar que todo no sea más que lo que ella desearía que fuera: tan sólo un mal sueño.

La mirada del Ángel

Te encontré mientras andaba despistada por las calles de Madrid. Me miraste como si yo no fuese real, y eso me picó, así que te pedí disculpas por arrollarte con mi mejor sonrisa de niña caprichosa, y la trampa surtió efecto. Te llamabas Ángel, eras de aquí. Yo te dije que me llamaba Laura, que vivía en Vallecas, que tenía 20 años. Te mentí. Seguimos hablando en el bendito parque del Buen Retiro durante un par de horas. Qué sería de nosotros sin él. Descubrí que eras esencialmente bueno en aquella charla. Me diste tu teléfono, volví a hacer trampa: hice malabares en mi mente con mi número y te arrojé el resultado al azar. Otra mentira. Me estabas encantando con tus sonrisas, con tus gestos, y con tus palabras, pero yo no me rindo nunca tan fácilmente ante los encantos ajenos.

Nos reencontramos meses después en una plazoleta perdida de esta ciudad. Te vi, pero intenté esquivar tu mirada, para que no me reconocieras; sin embargo, lo hiciste, te acercaste a mí y me hablaste de nuevo. Me contaste que habías intentado llamarme varias veces, pero que siempre contestaba un hombre mayor. Me eché a reír. No recordaba con claridad aquel primer día, y tus frases me hicieron entender hasta dónde llegaron mis mentiras. Te llevé a un bar, y allí te conté mi verdad. Pensé que ya nunca más volvería a verte, pero en vez de levantarte y marcharte, te reíste tú también y me pediste mi número, el real.

Me llamaste al día siguiente, pero ignoré el pitido de mi móvil. Insististe, y ganaste. Quedamos una vez, dos más. Me salvaste de fantasmas que jugaban en mi interior con la poca cordura que me quedaba. Te convertiste en mi ángel de la guarda. Y un día, se acabó. Yo sabía que iba a pasar, que te darías cuenta de que yo no soy buena, de que nuestras diferencias nos separarían. Para evitar un dolor mayor, decidí desaparecer de nuevo, volver a las sombras.

Hoy he vuelto al Retiro. Necesitaba desconectar de todo, reflexionar sobre el porqué de mis actos. He vagado sin rumbo por los caminos de tierra, hasta llegar al palacio del que una vez soñé ser princesa. Mientras trataba de averiguar el rumbo que habían tomado mis pies por propia iniciativa para poder volver sobre mis huellas a mi perdida felicidad, vi el reflejo de tus ojos en los cristales, y me dijeron lo que fueron, lo que son en realidad: la mirada del Ángel.

Cuento evidentemente dedicado a Lorenzo; no sé cómo ha acabado este relato siendo lo que es, pero bueno, espero que te guste...

[sin título]

Martina tiene cinco años. Vive con sus abuelos en el pueblo, aunque sus padres la visitan siempre que pueden. O, al menos, eso cree ella. La realidad es que está allí porque ellos no se pueden ocupar de una niña pequeña, porque sus trabajos los absorben y les impiden pensar en otras cosas. Cada cierto tiempo –uno, dos meses- compran regalos en una juguetería y se los llevan a Martina, que sonríe por un día.

Difícil olvido.

Si te sirve de consuelo, yo también recuerdo aquellos días, también miro atrás y veo tus ojos, también repito visitas a lugares prohibidos con la esperanza de cruzarme contigo.
En mi memoria está cada caricia, cada beso, cada abrazo. Todas las palabras vertidas en ese tiempo están escritas a fuego en mi cabeza, en mi corazón.
Para que conste, te contaré aún que el saco en el que guardaba la desesperanza se rompió al transportarlo de un lado para otro como alma en pena, de tanto peso como llevaba, y que el vaso de mi resistencia al dolor se colmó hace tiempo con una de mis lágrimas, y ahora anda desbordado, manchándome el piso.
Pero lo que no puede ser, no será. No vamos a repetir los viejos errores, tropezar dos veces es humano, más de tres ya es estupidez pura. ¿Recuerdas mi canción, esa que escuchaba una y otra vez?
“y aunque fui yo quien decidió que ya no más
Y no me canse de jurarte
que no habrá segunda parte
Me cuesta tanto olvidarte,
me cuesta tanto…

Y si nos vemos y nos queremos acariciar, y si nos cruzamos y necesitamos un abrazo, si cada par de besos de cortesía se nos clava como un puñal en el pecho, la solución está bien clara. Aunque sea duro, aunque no sea capaz ni de decirlo, apenas si de pensarlo. Tú no puedes seguir llorando por las esquinas, yo no puedo seguir en mi papel de Reina de las Nieves. Se acabó, ambos lo sabemos. Aún no sé cómo lograré superarlo, pero tú y yo ya no nos veremos más.

Vidas paralelas.

Mañana me iré, volveré allí, a rebuscar entre los viejos baúles su recuerdo. Ella fue la primera, es la única que puede salvarme, y tendrá que ser a través de su historia, porque no creo en los fantasmas. ¿No creo? No estoy tan segura. A veces su presencia se siente en la casa, su mano protectora casi en mi hombro, un calor cercano a mi piel proveniente de la nada. En las fotos va vestida igual que en mis sueños, con aquel moño alto que tanto la favorecía, la falda hasta los pies y la camisa bien abotonada. Dicen que nos parecemos, que las cuatro somos casi iguales, salvando las diferencias generacionales, siempre dicen aquello del aire de familia. Y no es nada más, físicamente somos casi opuestas, pero algo oculto en el fondo de los ojos nos delata, creo que es el destino agazapado.
Ayer intenté hablar con mi abuela -su hija- pero ya no dice nada coherente, vive a diario en un mundo que se paró ciencuenta años atrás. Mi madre también va mostrando los primeros síntomas, desasosiego, cambios de humor, desubicación momentánea... yo no quiero esa herencia, por eso vo a buscarla, para que me explique al amparo de las sombras qué ocurrió.
Dicen que le robó el marido a una muchacha que vivía calle abajo, y que ésta se suicidó; dicen también que ella lo olvidó, pero que el alma maldita no, y dicen que mi bisabuela murió delirando sobre una sombra que la perseguía y discutiendo con el aire, hablndo de cosas perdidas en el tiempo, y que esa locura la llevamos en la sangre, que mi destino, como el de las demás, es revivir sus últimos días, en un bucle generacional sin fín, obligando con mi sangre a mis descendientes a llevar vidas paralelas a la mía, a la suya.

Larga espera.

La noche no era muy diferente a las de otros jueves. Apenas si entraban cuatro o cinco adolescentes con ganas de borrachera temprana y, luego, nadie, si acaso algún borracho solitario de ésos que beben vinillos en los bares diurnos y que al cierre de éstos se hacen ronda por los pubs abiertos. Casi toda la fiesta se concentraba en los sitios de moda, a las afueras, en el barrio nuevo. Carlos limpiaba la barra y reponía las cámaras, sabedor de que al día siguiente no tendría tiempo, los viernes sí que se trabajaba. No entendía el porqué de abrir en jueves, pero él no pagaba las facturas, así que no tenía elección, y era dinero fácil el que ganaba esas noches, no cabían las protestas.

Cuando estaba levantando ya las banquetas para barrer, se abrió la puerta. Siempre que en jueves entraba la rendija de luz por la abertura hacía cábalas. Casi siempre era un hombre solo, pocas veces una pareja en busca de intimidad, o conductores perdidos, pero él soñaba con una mujer alta, morena, de ojos miel y boca dulce, que quisiera ahogar las penas en alcohol y acabara llorándolas en su hombro, o en su almohada. Hoy también se quedó mirando hacia la entrada, esperando un borracho más o, con suerte, a ella, a quien esperaba desde que empezó a trabajar allí. Entró, y se sentó al otro lado, donde Carlos apenas si la vislumbraba. Era ella, estaba seguro. Se quedó en medio, sin saber qué hacer, no se le pasó por la cabeza entrar a la barra y preguntarle si quería algo. Se había quitado la chaqueta, y enredaba algo entre los dedos. Carlos imaginó que jugaba con uno de sus rizos. Seguía extasiado, mirando a aquel rincón del bar como si viera un fantasma. Demasiado tiempo esperando un sueño, y ahí estaba. Finalmente, el valor salío de alguna glándula perdida de su cuerpo, y se atrevió a volver a su puesto.

- ¿Qué quiere?

Ni buenas noches, ni hola, ni tan siquiera una sonrisa; no podía ni decir ni hacer más.

- Un ron con hielo. Negro, por favor.

Era ella, estaba claro. Y parecía triste, tan triste... Le sirvió su copa, más otra para él, salió de la barra y se sentó en una banqueta tan cerca como pudo. Y desde allí, la contempló en silencio, miró su cuerpo, su cara, su pelo... miró todo su cuerpo, sí, pero a la espera de poder ver su alma, agazapada detrás de un gesto. Y de repente, la vió, pero lo que vió fue que no era ella, que aquel espíritu no era el que esperaba. Y se dió cuenta de que debería esperar más, que aún no era su jueves, que ella todavía no había cruzado esa puerta, porque quizá no debiera hacerlo en esta vida, sino en la siguiente. Así que se levantó de la silla, rechazó con un gesto y un invita la casa el billete que le tendía y volvió a barrer el final de bar sin mirar como ella abandonaba la sala.

Mañana seré feliz.

Estaba recordando porqué odio las máquinas de tabaco cuando un pensamiento extraño me ha dado una patada en la tripa y me ha obligado a cambiar el prisma de mi visión. He vuelto a la mesa y me he obligado a mí misma a continuar la partida, pero ya era tarde. Recordé el enfoque de la frase bajarse al bosque en “Lo raro es vivir”, y comencé a reír por no llorar, aunque poco a poco me metí más y más en el bosque, dejando a los de alrededor al lado del primer árbol. Escenas extrañas se han ido agolpando desde entonces en mi cabecita, y he jugado con ellas a lo Scarlett, diciéndome ya pensaré en ello mañana. Mientras me derrapaba la imaginación, he ido haciendo una espiral de papel con una de las bolitas que usamos para apostar, la he mirado de repente, ni me había dado cuenta de lo que estaba haciendo: otra patada más. Y ésta directa a la boca del estómago, donde más duele. Un recuerdo se ha saltado la valla detrás de donde los guardé para mantenerlos lejos. No ha tenido otra cosa que hacer más que ayudar en la escala a unos cuantos más, amiguitos suyos. Me han taladrado la memoria con su sola presencia. Otro y me derrumbaría, o quizá no. Para estas cosas tengo más resistencia de lo que yo misma creo. Hacía un buen rato que no caminaba por mi propio bosque, ya casi huía a la carrera aprovechando la ventaja de quien conoce cada planta por haberla sembrado.
Que alguien me dé 3 palabras para que me monte un cuento es un guiño a mi infancia; que me pida que sea sobre mí, una patada más, y encima dada sin querer. Y eso es lo que me he encontrado al engancharme de nuevo al submundo blog. Me he desconectado, asustada de la interacción de mis pensamientos con alguien a kilómetros de distancia, pero he vuelto para saltar de página a página y leer a otra gente para no novelarme a mí misma. Salto una vez, dos, tres… Nueva patada. Y yo que pensaba que a la tercera venía el derrumbe. Para colmo, suena Moreno, de Amparanoia, lo que faltaba. Ya son las once de un día con final anunciado pero de llegada lenta, y yo con ganas de ron, como mínimo. En esta casa no se pasa del brandy, y lo de emborracharme sola no me va, así que he decidido tirar de mi díscolo móvil y de agenda, pero se me adelantó él, el maldito. Dos minutos escasos de conversación, con sonrisa telefónica desde mi lado incorporada, y acabo delirando, me veo ya los moratones en la tripa, y es que encajé más golpes en ese tiempo que en toda la tarde, y él sin darse cuenta de que me los daba. Ya si que no puedo más, el juego de Scarlett le iría bien a ella, pero a mí una legión de pensamientos gritando a la vez me sacan de mi autismo quiera o no. Me he tirado al suelo, he llorado todo lo que no lloré hace dos años, hace unas semanas, he gritado a las paredes todo lo que no dije a quien debía, y algo se ha recolocado en mí. Me he sorprendido a mí misma diciendo las tres palabras del cuento al espejo, y de repente no he sabido si estaba en mi presente o en el pasado, sólo que aquellas patadas me habían hecho bien. Otro recuerdo rebelde ha saltado la valla sólo para contarme que eso ya pasó, hace tiempo, y que al final no fue más que otra frase del juego. Me niego a creerle, y a recordar. Me he secado las lágrimas y he susurrado al aire, para que lo haga llegar a donde deba, las tres palabras: mañana seré feliz.

Mensajes encriptados.

Mensajes encriptados. - Estuvimos aquí sentados, todavía lo recuerdo. El día era muy parecido a hoy, tanto que resulta perturbador. Cuando llegamos, el Sol aún estaba bien alto, aunque casi no alumbraba nuestras vidas, oculto tras unas nubes. Parecía que hubiera dejado de llover sólo para nosotros, para que pudiéramos venir hasta aquí a ver el eclipse. El suelo estaba mojado, mi madre me regañó al día siguiente por el verdín de los vaqueros, pero en aquel momento no sentíamos la humedad. Al poco de llegar, me preguntó por Mario, en tono casual. No hacía mucho que le habían pegado una paliza, ¿recuerdas?, y yo habia ido a verle aquella mañana. Le conté que no sabía quién le había pegado, y ví el alivio en sus ojos, pensé entonces que porque su mejor amigo estaba bien. Aquel anochecer se me quedó grabado a fuego en la memoria, en el que que vimos cómo la Luna se ensombrecía porque la Tierra, celosa, se interponía entre ella y el Sol. Las cosas continuaron su curso, ya no sé nada de ninguno de los dos, pero a veces me recrimino que lo que pasó después no habría pasado si me hubiese dado cuenta de que aquel momento no era más que una metáfora sobre nuestra relación antes de que fuese demasiado tarde.

Este post es un relato con la propuesta de Brisa de las tres palabras Sol, Tierra y Luna aplicadas al juego de mi profesora favorita. La imagen está sacada de La Voz de Galicia.

[sin título]

Vivía en tus ojos, y desde allí, veía lo que tú veías, soñaba lo que soñabas, sentía lo que sentías, y era feliz. Pero un día te hice daño, ni siquiera sé cómo, y una lágrima tuya me arrastró fuera del Paraíso, directa al suelo, desde donde ahora lucho por levantarme, en contra de la gravedad y del sentido común, para volver a tus ojos, a la felicidad.

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El silencio me servirá de protección y amparo; por eso lo busco. Una vez oí en algún lugar una conversación sobre cámaras que aíslan de cualquier ruido. La ausencia de sonido que yo tanto anhelo es, por tanto, posible, no lo dudo, pero ¿podrá esa cámara aislarme de los ruidos si mi mismo cuerpo los produce con sus latidos y su respiración?
He pasado largas horas sumergido en apasionantes lecturas sobre el tema. Y al acabar, he oído mis pensamientos, ahogando así el silencio de mi interior. ¿Qué he de hacer? ¿Cómo matar el sonido?
Se dice que no hay lugar tan silencioso como un cementerio, ya que allí nadie vive. Pero sobre las tumbas mil murmullosos se oyen, desde los pájaros al lento crecer de la hierba. No hay silencio, ni siquiera ahí. Bien lo sé yo, que comparto este panteón desde hace algunos años con mis ancestros.

[sin título]

La cabeza rodó al pie del tocón que antes le había servido de apoyo. El último grito de clemencia no sirvió para derribar la indiferencia del verdugo, que esgrimió con toda su fuerza el mortal objeto.

El resto de los reos se movían inquietos en el pequeño enrejado en el que se veían encerrados. La muerte era antes algo lejano, invisible, que acechaba siempre pero nunca miraba a la cara. Ahora, la muerte estaba personificada en aquel hombre que se secaba el sudor con el dorso de la mano y se abalanzaba ya sobre el siguiente para cometer el segundo asesinato del día.

Uno a uno fueron cayendo, algunos gritando, otros resistiéndose, los menos dócilmente, con dolorosa resignación.

Víctima tras víctima, poco a poco, aquella matanza llegó a su fín, sin supervivientes, y del matadero salían ya los cajones de pollos muertos y desplumados, camino del mercado.

[sin título]

- ¿Y qué vas a hacer?

- ¿De verdad te importa?

- Sí.

- Me iré, me iré tan lejos como pueda.

- ¿Dónde?

- No te lo diré, y lo sabes. ¿Cómo decirtelo si voy a huir de ti?

Me levanto, y le doy un último beso. Cuando me doy la vuelta, sé que ya está de pie, dispuesto a seguime. Y en verdad, no sé si quiero que me alcance, o que no lo haga. Cualquiera de las dos cosas me van a doler, y el dolor es lo que realmente temo, no a él, pero sé que ha llegado el momento de correr, y lo hago tan rápido como puedo, o como quiero, tampoco lo sé. Maldito amor, siempre hace lo que quiere de mí.

Lágrimas de plata

Lágrimas de plata El mundo a su alrededor se ha desplomado. Sabe que lo que acaba de vivir no se repetirá nunca más, y se alegra con esa alegría que esconde el dolor bajo una sonrisa torcida. Como cada noche, mira al cielo para ver a su amiga la Luna, que siempre parecía mirarla con cariño durante los malos ratos. A veces soñó que ella extendía sus brazos, y la llevaba arriba, lejos, lejos... Pero nunca pasó, así que tuvo que actuar por su cuenta. No podría soportarlo más, lo sabía, lo lloraba cada noche. Cada vez que ellos se gritaban, algo se desgarraba en su interior. Tomar un partido era una traición, pero tenía que hacer algo, pronto. Así que esa mañana cogió su mochila, la llenó de ropa en vez de libros y abandonó su hogar. "Las calles no son acogedoras, pero no los oiré gritar", pensó. Y ahora sólo le queda ese banco en el parque y el rayo de Luna que brilla en sus lágrimas.

[sin título]

Se agacha y coge la moneda del suelo. Se siente feliz, muy feliz, lo veo en su cara. Cierra el puño con fuerza, como si quisiera proteger su gran tesoro de mi mirada, sino ya de mis manos, y, de repente, extiende los dedos y me alarga la mano. "Tómala", me dice. "Con esto ya tienes para más de un café, eh?". Cojo la moneda, sonrío, me la guardo en el bolsillo de la chaqueta, le doy un beso en la mejilla y unas gracias lo más sentidas posibles, y me marcho de allí pensando dónde meter aquella peseta sin valor desde hace años para todo el mundo menos para mí. Y es que ha sido mi primer regalo de mi abuela, y se ha hecho esperar.