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Hija de la Luna

mi ciudad

Iplacea.

Me encanta esta ciudad. Sus calles, sus parques, sus gentes… Sí, sus gentes. Porque aquí hay de lo mejor de cada casa: Tenemos la mayor concentración de skins de la comunidad, un señor descuartizado en un contenedor, el asesino de la baraja, la bella cárcel de Alcalá- Meco, y ahora también un atracador de bancos al más puro estilo yanki.

¡Quién querría mudarse lejos de Iplacea…!

Yo me quedo en Madrid.

El camino llega más allá, las listas de hierro continúan tan lejos como se pueda imaginar, pero la sensación de que todo se acaba aquí me acosa en el vagón; se sentó a mi lado en la estación anterior y ahora no para de susurrarme al oído que el fín está allá, esperándome en el andén, para tomarse el relevo con mi compañero casual. Estos trenes llevan vidas a pueblos y ciudades en los que nunca estuve, a lugares que jamás pisé, a territorios apenas explorados por mi imaginación. ¿Y si hoy no tomara mi tren, y si hoy me fuera a un viaje sin rumbo? Pero, aunque todos los caminos van a Roma, los que parten de aquí hacen escala irremediablemente en mi destino. Continuar el raíl hasta donde me lleve, ir a allí donde nunca me atreví a llegar, visitar esos sitios que no recuerdo haber conocido antes, ¿porqué no? Todo me parece irreal, incluso la posibilidad de que haya algo más allá del punto final de mi camino; a veces me descubro a mí misma dándole la razón a los susurros, pensando que no hay nada más, que es sólo una ilusión, que el borde del mundo no está en Finisterra, sino aquí. Y llego a mi parada, dejando atrás el pensamiento de irrealidad, y recordando el final de aquella canción:
Yo me bajo en Atocha,
yo me quedo en Madrid.

Unos minutos más.

Llovían hojas blancas sobre mí, recordándome la Navidad. Siempre ocurre en primavera, cada año cubren mi patio y yo evito barrerlas hasta el último momento porque me traen a la memoria mi querida nieve. Y mientras bailaba bajo las hojas y las burlas de mis vecinos, empezó a llorar el cielo con tanta furia que hube de refugiarme aquí de nuevo. Parecía que iba a para enseguida, que más que lluvia primaveral era tormenta veraniega, pero ha bastado para tirar todas las hojas de un sólo golpe al suelo y despedazar mi falsa ilusión invernal. Las lágrimas siguen cayendo sobre el asfalto, y yo he tenido hoy unos momentos de felicidad incomparables. No me quejo, sólo hubiera deseado unos minutos más.

Sacarme ya el carnet.

Salgo de casa a las 9 para llegar a menos algo a la Escuela, y está ahí, a apenas 10 minutos en coche. Pero yo tengo que esperar el autobús, sentarme a ver como pasan todos los que no me sirven: el ciento y algo, que va a Meco; los dos de las fábricas del polígono cercano, que también paran aquí; el 3, que hace ruta por lugares a los que no quiero ir, y el otro 2, el de Ciencias, que ignora el camino a mi facultad y acaba el trayecto en el apeadero de la Renfe. Y al fín llega el mío, y de nuevo voy a llegar tarde, después de ir de pie, estrujada contra la puerta, como tropecientos viajeros más. Qué bien funciona el transporte público en mi ciudad. Y qué ganas tengo de sacarme ya el carnet.

Tesoros perdidos.

Ayer me eché a la calle en pleno ataque de claustrofobia. Llevaba demasiado tiempo metida en casa, y, en plena paranoia, ya me hablaban hasta los picaportes de las puertas: "Sal, pasea, deja el ordenador un rato...". No sé si sería por sus voces metálicas, pero me convencieron. Cuando se me pasó un poco la locura, me di cuenta de que estaba en la plaza Mayor. Debajo del Monigote me encontré con un amigo que venía de comprar no sé qué. Bueno, aclararé que el Monigote es el nombre cariñoso que le damos a la estatua de Cervantes unos cuantos locos. No sé si por la influencia de la estatua, acabamos hablando de la [falsa] casa natal del escritor. Está en la calle Mayor, es un edificio bastante grande del siglo XVI o XVII. No está mal, lo han decorado con bastante rigor, el problema es que Cervantes era pobre y no se hubiera podido pagar nunca esa casa. La conversación degeneró en otra sobre los personajes históricos que habían nacido aquí, y de ahí, cómo no, en Azaña. Y justo en ese punto, me pregunta: "Oye, ¿tú has estado en la casa natal de Azaña?". No sabía ni que existiera. Tanta publicidad se le da a la de uno y se olvidan de dar una poca a la otra. Lo peor es que tuve que ir a Turismo a preguntar dónde estaba, y el chico que me atendió tuvo que buscarlo. Luego encontré una plaquita medio escondida en la fachada. He vivido aquí desde que nací, y no la conocía. ¿Qué más habrá por ahí esperando a que me moleste en buscar? Creo que hoy voy a seguir de turista por la ciudad, a ver si encuentro otro de sus tesoros perdidos.

Desde aquel día.

Hay dos policías en la puerta de la estación desde aquel día. Dos más, con motos, suelen aparcar en la plazoleta de detrás de las casas bajas de mi barrio. Uno, con un chaleco fluorescente, ayuda cada mañana a pasar la acera camino del colegio a un montón de críos con sus mamás, a pesar de que el semáforo funciona perfectamente, mientras su compañero está, presumiblemente desayunando, en uno de los bares de la calle. Cada tarde pasan al menos un par de camiones del ejército, de ésos que van cargados de militares con cara de frío. Las sirenas se oyen varias veces a diario. Supongo que para hacer ver a la gente que están ahí para protegerles, todas las fuerzas de seguridad han salido a la calle. Hasta ese día no había nadie uniformado en el barrio, nadie miraba qué haciamos, con quién hablabamos, a dónde ibamos. ¿Hacen acto de presencia para demostrar que cuidan del mundo o para vigilarlo con su consentimiento? No me estoy volviendo paranoica. El casco histórico parece ya la zona de prácticas de la policía local, y la ciudad al completo se ha llenado de coches con la raya azul. A llegado a un punto en el que me siento vigilada, no protegida. Y es que nunca he llegado a entender del todo la existencia de estos agentes del orden, y ahora, cada vez que salgo a la calle, allí están, escrutándome, desde aquel día.